lunes, 23 de agosto de 2010

Esto me lo he inventado...

Cuando abrí mis ojos, me deslumbraron dos luceros verdes y amarillos, tan grandes y brillantes como el espacio que reservaba en mi corazón para él. Me miraba con una mirada sincera, llena de ternura y cariño. Me desvié un momento de sus ojos para ver dónde me encontraba, estaba en una habitación, pero no era una habitación cualquiera, las paredes eran de un cristal blanco, puro y muy transparente, había solamente dos sillas, también de cristal, pero esta vez de un brillante púrpura acristalado. Yo estaba sentada en una silla y él en la otra, frente a mí. A nuestra derecha se extendía un amplio ventanal, pero demasiado alto como para que yo pudiera ver las vistas desde mi posición. No sabía dónde estaba pero este lugar me resultaba tan familiar y tan cómodo que era como sentirse en casa. Volví a mirarle, observarle era como sentirse en la plenitud, como sentirse totalmente llena. Se me escapó una sonrisa sin querer y él respondió a ella con una de sus risitas que tanto me enloquecían. Sus ojos eran mi perdición, mi locura... eran de ese color amarillo verdoso con destellos castaños que me hacía imaginarme un mundo tras ellos, un mundo tan mágico, tan perfecto, donde nadie pudiera decirnos nada para que no estuviéramos juntos. Levantó la mano y me acarició el pelo hasta dejarme un suave y tímido beso en la coronilla. Bajó la mano, pero su cara se quedó en el mismo sitio, tan cerca que podía notar su aliento en mi piel provocando un cosquilleo. Me miraba fijamente, sin apartar la mirada ni un solo momento. Se acercó un poco más y sus labios se entrechocaron con los míos, buscando desesperados una respuesta por mi parte. No le decepcioné. Entrelacé mi mano derecha a sus cabellos negros y lo acerqué hacia mí, tirando de su camiseta. Aparté mis labios de los suyos y nos fundimos en un tierno abrazo que pareció durar horas y horas. Después se levantó y me mostró su mano para tomarla y que me levantase de la silla. Cuando me levanté me percaté de que el suelo era de hielo y de que hacía mucho más frío del que pensaba. Empecé a temblar de frío y él me agarró fuerte de la cintura, para transmitirme calor, su calor. Nos acercamos a la ventana. El paisaje era totalmente escalofriante. Todo estaba cubierto de blanco hielo y había personas que estaban congeladas. Destacaban dos bloques de hielo, pude distinguirla a ella, congelada, y también al otro chico, de pelo castaño y revuelto. Se me deslizó una lágrima sobre la mejilla, la lágrima se cristalizó y pasó a ser hielo. Él me miró y pasó la yema de sus dedos por mi lágrima convirtiéndola de nuevo en líquido transparente y después secándola.
-No te preocupes, no tengas miedo, estoy yo aquí contigo, no te voy a dejar sola nunca.
Le miré y de nuevo noté su respiración en mi cuello, posando sus labios en él. Mi piel se erizó a su paso. Levantó un poco la cabeza y yo le besé la mejilla helada, giró un poco más el cuello y pasé a besarle los labios de nuevo. Estaba encerrada en mi paraíso particular pero por alguna razón no dejaba de pensar en el otro chico, el que estaba hecho un bloque de hielo, el de pelo castaño y revuelto. Me interrumpió un estruendoso ruido, el de hielo rompiéndose. El chico congelado había logrado salir de su prisión helada y miraba furioso hacia nuestra ventana. Le miraba a él. Con odio, con superioridad. Se acercó y empezó a insultarle. Él se alejó de mí para darle un puñetazo en el ojo al chico helado. Yo volvía a temblar de frío, pero esta vez nadie me apretó contra su cuerpo, mis manos se volvieron más y más frías hasta estar duras y blancas, me estaba congelando y ellos estaban peleándose sin percatarse de mi presencia. Supongo que perdí la conciencia, que el hielo enfrió mi corazón y que pasé a ser otro de los muchos bloques de hielo que allí había. La única imagen que reservo es la de ellos, tan hermosos incluso estando en un momento de enfado, y sus rostros, helados, blancos, pero sencillamente perfectos...
Al rato abrí los ojos, estaba descongelada de nuevo. De nuevo mi corazón latía, aunque a una velocidad demasiado alta. Alguien me daba su calor. Yo estaba tumbada de lado en el frío suelo medio descongelado y alguien me abrazada a mis espaldas. No era el calor de él, era otro calor, el de otra persona. Me giré y pude saber quien era. Era el chico de cabello castaño, el helado, nunca antes me pareció tan bello, pero verlo de cerca me aturdía. Abrí la boca para decirle algo, pero me posó su dedo sobre mis labios para que callase.
-Tu silencio es lo más valioso ahora mismo, por favor, no lo estropees.
Callé y me quedé mirándole... Mirándole, hasta que el amanecer llegase, hasta que anocheciese de nuevo, a su lado...
Nuria Ryden Ross Fletcher

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